miércoles, 10 de diciembre de 2014

Tu pasado, mi inconsciente

La herencia arcaica del hombre no comporta sólo predisposiciones sino también contenidos ideativos de las huellas mnésicas que dejaron las experiencias hechas por las generaciones anteriores.    Freud


Hace un par de semanas leí un artículo sobre la historia de la felicidad y es sorprendente cuanto puede cambiar un concepto en tanto –o tan poco– tiempo. En el texto unas palabras llamaron mi atención: nuestros ancestros medievales.  Esta simple expresión me dejó pensando en si realmente asumimos como nuestro el bagaje cultural e histórico y aún más, a sus protagonistas. ¿De verdad sentimos empatía, consideración, afecto o interés por personas que vivieron hace más de un siglo?
    La respuesta sin duda depende de muchas situaciones –y seguramente habrá multitud de ideas al respecto– pero en general,  más allá  de los historiadores y de otros estudiosos del pasado no observo ni un ápice de interés. Me parece también que es importante observar en qué lugar se pone al pasado, si es en un espacio de añoranza y de “lo mejor que me pasó” o como un tiempo de sufrimiento; de esto dependerá la relación que cada persona tenga con el pasado su pasado y con el nuestro. Ya que si las personas no se interesan por su historia familiar, mucho menos lo harán por la historia de su región y no se diga del país, del continente o del mundo. Sea o no así, lo que importa es cómo podemos generar en la sociedad un vínculo con su pasado histórico. 
     En un intento de explicarme el “porque no”, saltaron a mi mente las consideraciones de parentesco, pertenencia, otredad, memoria y un largo etcétera. Sin embargo, la interrogante se quedó vagando  hasta que casualmente llego a mis manos un libro llamado ¡Ay, mis abuelos! Lazos transgeneracionales, secretos de familia, síndrome de aniversario, transmisión de los traumatismos y práctica del genosociograma (1988) de la psicoanalista francesa Anne Ancelin Schützenberger. Esta causalidad me devolvió la curiosidad y la llevó a un lugar inexplorado.
      En esta obra Schützenberger nos acerca a los alcances de psicoanálisis, a través del desarrollo y abordaje de la “terapia transgeneracional psicogenealógica contextual”, que es un método terapéutico que incita al trabajo con lazos familiares, enfocándose en la transmisión de valores y creencias a nivel inconsciente. Según los que la practican, conociendo estos datos se pueden solucionar conflictos psicológicos y enfermedades físicas a un nivel más profundo. 
      La autora nos da un repaso sobre su base teórica y metodológica. Como parte de ésta encontramos a Sigmund Freud quien en su libro Tótem y Tabú. Algunas concordancias en la vida anímica de los salvajes y de los neuróticos (1913) expresaba: 
Postulamos la existencia de un alma colectiva (…) [y, que] un sentimiento se transmitiría de generación en generación vinculándose a una falta (de la cual) los hombres ya no tienen consciencia ni el menor recuerdo. 

     Esta "alma colectiva" sería posteriormente retomada por Carl Gustav Jung, quien daría el nombre de "inconsciente colectivo" afirmando que en él se acumula la experiencia de lo humano, por lo que es innato y existe fuera de todo rechazo y expriencia personal. 
Hacia 1948 surge la terapia familiar a raíz de las investigaciones de Frieda Fromm- Reichmann, quien filma a pacientes esquizofrénicos y a sus familias, integrando ambas partes en el proceso terapéutico.
     En la década de 1960, Françoise Dolto y Nicolás Abraham hablarían de la  transmisión transgeneracionalde conflictos no resueltos (odios, venganzas), de secretos, de los patrones de comportamiento y elección repetitivos, por ejemplo la profesión.
     Jacob Levy Moreno encuentra una forma de hacer visibles estas relaciones a través de lo que él llama átomo social. Este se representa en una pizarra en la que es fundamental el orden y espacio en que el sujeto examinado se sitúa y coloca a los miembros de su familia, amistades, parejas, colegas, etc., ya que se ubicará a las personas a una distancia particular según cada relación. Con esto se pueden observar las filiaciones, los afectos y también los quiebres o descontentos.
     Para 1978, Henri Collomb propone la técnica del genosociograma, misma que permite una representación afectiva desde el árbol genealógico familiar, tomando en cuenta características como: nombres, lugares, fechas, marcas y principales sucesos de vida (nacimientos, bodas, fallecimientos, enfermedades importantes, accidentes, traslados, ocupaciones, jubilación). Una especie  de genealogía histórica, en la que se trataban los vínculos familiares de manera más completa. 
       Ivan Boszormenyi-Nagy fue quien da los conceptos claves para el transgeneracional. Argumenta que las relaciones son un nexo mucho más significativo que los modelos comunicados, ya que a través de estas los ancestros transmiten a la posteridad lo que fue su vida. Además reconoce al individuo como un ser biológico y psicosocial cuyas reacciones están determinadas tanto por su propia psicología como por las reglas del sistema familiar, inicialmente.
       Por su parte Schützenberger nos comparte su forma de abordar la terapia, en la que se propone analizar entre 7 y 9 generaciones -lo que equivale a la historia de al menos dos siglos-. Toma en consideración la reflexión y asociación de conocimientos psicológicos, sociológicos, económicos, históricos y artísticos para hallar la estructura, configuración, o patrón de la vida familiar y personal del paciente, en el contexto y en el lenguaje propio y respectivo. Un punto a favor es que ésta psicoanalista aporta ejemplos de su propia vida, facilitando el entendimiento del gran entramado que es la psique humana.
     Este libro fue todo un descubrimiento para mí. Sumergirse en el universo del inconsciente es alucinante y sobre todo poder comprender estos procesos intangibles y sus repercusiones individuales y sociales. Pero este análisis me sobrepasa y aún al término de esta lectura, me encuentro sin una propuesta y con muchas más inquietudes, aun así creo que el ejercicio funcionó. Primero porque me di cuenta que nunca antes tomé la atención debida a mi pasado familiar, por lo que ahora estoy en el proceso de unir las piezas, de buscar los faltantes, y de restaurar lo que sea necesario. Después porque observé que esta es una manera para demostrar que el pasado no es un ente ajeno, no es algo muerto, sin importancia, sino que además de mirarlo en documentos, en edificaciones o en objetos, está también dentro de nosotros en una memoria biológica y psicológica ancestral.  
    Esta perspectiva del pasado y de la historia nos apunta a que existe una conciencia colectiva de la que tendríamos mucho que explorar y reconocer. Finalmente dejo abierta la reflexión y propongo que revisen la obra. 


Elvira Elena Vázquez Chacón
Licenciada en Historia





“Sin título”, imagen publicada en publicdomainarchive.com
citada por Hatt Jobbs, 11 de noviembre 2014.

lunes, 18 de agosto de 2014

VIOLÁCEO*


Javier, era un hombre alto y recio. Su piel morena resaltaba los ojos verdes que había heredado de su madre, tenía dientes blancos y parejos. Contrario a esa pulcritud, su cabello oscuro se entrelazaba en rizos despeinados que le daban un aspecto enmarañado y sucio. Le decían “Torero”, aunque era un paria su aspecto viril denotaba una personalidad fuerte, decidida. Caminaba con tanta rectitud que parecía exagerada; ésta singularidad le había valido el apodo. Siempre estaba mirando de frente, era un ser analítico y sus ojos claros, como un vaivén continuo lo observaban todo; principalmente a las mujeres jóvenes. Javier, era una persona hermosa. 
        Llevaba caminando un buen rato desde que se había adentrado a la penumbra del cementerio local. La luna, envuelta en una fría oscuridad, parecía ser su única testigo. Sintió inquietud y metió la mano en la bolsa de su roja chaqueta desgastada, buscó el rosario que le obsequiaron los trabajadores del comedor público y lo estrujó para tranquilizarse, recordando los rezos que le enseñaron para antes de comer. Le gustaba ir allá por los platos de colores en que servían la comida, eran muy parecidos a los que tenía su madre.
El vaho que exhaló se perdió entre el aire gélido que al aspirarlo le provocaba ardor en las fosas nasales, en el hombro cargaba un costal con una pala, un pico y una linterna. Se detuvo y soltó el costal, estaba frente a la tumba y pensó que su elección había sido obra del destino. Un día antes, bajo el sol de mediodía, se había recostado sobre una tumba para beber el trago diario mientras observaba el entierro de la joven. Fue un infarto, debiste verle la piel amoratada; le oyó decir a unas señoras que pasaban junto a él.
Entre la negrura de la noche comenzó a aflojar la tierra con el pico, sus músculos se tensaron por el esfuerzo, su corazón se aceleró con cada golpe dado al suelo. El Torero trabajaba esporádicamente como enterrador así que el trabajo no se le dificultó, después de cavar un rato alcanzó a golpear la tapa del ataúd. Al abrirlo se liberó el aroma del formol y sintió embriagarse con el perfume de la mujer que tenía enfrente. Colocó la linterna en la esquina del ataúd y la encendió alumbrando el rostro de la joven.
Al verla sintió ternura, sus rasgos finos poseían gracilidad, parecía dormir tranquila. Se parece bastante a ella, pensó. Acercó su mano al pecho de la joven y le pareció sentir un palpitar acelerado. No estaba demasiado maquillada, eso le gustaba porque podía ver el pálido color de su piel, el violeta de sus labios rígidos.
Se deleitó con lo que para él era una suave boca, la mujer no objetó nada ante el primer beso y entonces siguió besándola suavemente. Pasó sutilmente su lengua sobre los labios, sentía que en cada beso aceptado la joven le otorgaba una parte de sí misma. No podía haber mujer más bella para él, la paz que poseía lo estimulaba. Ella llevaba puesto un vestido púrpura, viéndola tan elegante pensó que sin duda alguna se había arreglado para él. Desabotonó el vestido cuidadosamente y la desnudó, acarició el cuerpo blando, pasó sus dedos ásperos por la fría piel y sintió un calor intenso que se transmitía cada vez más fuerte. Besó cada centímetro de ella, absorbió cada partícula de su esencia.
Conforme la acariciaba fue descubriendo las ramificaciones de venas amoratadas, se parecían a los botones florales de primavera que al abrirse se convierten en ramilletes, de esos que se les dan a las amadas. Le dio un beso a cada marca. Al llegar a la cintura la acarició, sacó una licorera de su saco y vertió el contenido sobre el vientre, le excitaba lamer el alcohol de esa parte. Al hacerlo entonó la melodía que su madre le cantaba para dormirlo antes de recibir a sus clientes. También a ella le besaba los moretones que algún hombre dejaba como recuerdo de superioridad y para hacerle saber que ella sólo era un objeto.
Una urraca voló de entre las ramas de un sauce llorón, sin inmutarse observó de nuevo a la joven, besó con más fuerza el blanco vientre pensando en que era un exquisito manjar. Ya no podía detenerse, la miró como pidiéndole la entrega definitiva y en su silencio leyó su aceptación. Alzó las delgadas piernas femeninas y las dejó caer a los costados, sonrió al ver la invitación que ella le hacía para probar de la cavidad de néctar lechoso.
Mientras la penetraba, pensó: Esto es amor, lo sé. Porque en cada beso y caricia, en cada palabra que no te digo te estoy amando como a nadie. ¿Lo sabes verdad? Sabes que al hacerte el amor estás rezando conmigo, pidiéndole a Dios que nos vea como ve a sus ángeles. Y nos mira, yo lo sé, porque cuando estallamos de placer él nos bendice.
El cuerpo muerto pareció moverse, Javier adoró que ella se estremeciera por estar con él. Lentamente el cielo comenzó a cambiar de coloración, alzó la mirada y pensó que las variaciones violáceas del cielo eran como el cuerpo de su amante. Supo que debía irse y la vistió con el mismo cuidado con el que la había despojado. Sólo le puso una zapatilla porque la otra serviría para recordarla, tal y como lo había hecho con sus otras mujeres. Besó la violeta que había cortado para ella y la dejó sobre el pecho. Cerró el féretro.


El sol cubrió su cara como un manto, Javier llegó al comedor de la iglesia y recargó sus codos en la mesa, cerró los ojos. Con el rosario en las manos comenzó a rezar una plegaria. Olfateó la comida insípida que tenía enfrente, sus ojos tuvieron un brillo extraño y sonrió confiado, se la habían servido en el mismo plato purpúreo de la vez pasada. 

Nathaly Varela Baltierra
femme_fossil@live.com.mx


Autor: Takato Yamamoto

Para saber más sobre su obra visita 
http://www.yamamototakato.com/


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*Relato ganador del Primer lugar en la categoría de Cuento del festival La muerte tiene permiso 2013, bajo el seudónimo de Nina Buko.