lunes, 18 de agosto de 2014

VIOLÁCEO*


Javier, era un hombre alto y recio. Su piel morena resaltaba los ojos verdes que había heredado de su madre, tenía dientes blancos y parejos. Contrario a esa pulcritud, su cabello oscuro se entrelazaba en rizos despeinados que le daban un aspecto enmarañado y sucio. Le decían “Torero”, aunque era un paria su aspecto viril denotaba una personalidad fuerte, decidida. Caminaba con tanta rectitud que parecía exagerada; ésta singularidad le había valido el apodo. Siempre estaba mirando de frente, era un ser analítico y sus ojos claros, como un vaivén continuo lo observaban todo; principalmente a las mujeres jóvenes. Javier, era una persona hermosa. 
        Llevaba caminando un buen rato desde que se había adentrado a la penumbra del cementerio local. La luna, envuelta en una fría oscuridad, parecía ser su única testigo. Sintió inquietud y metió la mano en la bolsa de su roja chaqueta desgastada, buscó el rosario que le obsequiaron los trabajadores del comedor público y lo estrujó para tranquilizarse, recordando los rezos que le enseñaron para antes de comer. Le gustaba ir allá por los platos de colores en que servían la comida, eran muy parecidos a los que tenía su madre.
El vaho que exhaló se perdió entre el aire gélido que al aspirarlo le provocaba ardor en las fosas nasales, en el hombro cargaba un costal con una pala, un pico y una linterna. Se detuvo y soltó el costal, estaba frente a la tumba y pensó que su elección había sido obra del destino. Un día antes, bajo el sol de mediodía, se había recostado sobre una tumba para beber el trago diario mientras observaba el entierro de la joven. Fue un infarto, debiste verle la piel amoratada; le oyó decir a unas señoras que pasaban junto a él.
Entre la negrura de la noche comenzó a aflojar la tierra con el pico, sus músculos se tensaron por el esfuerzo, su corazón se aceleró con cada golpe dado al suelo. El Torero trabajaba esporádicamente como enterrador así que el trabajo no se le dificultó, después de cavar un rato alcanzó a golpear la tapa del ataúd. Al abrirlo se liberó el aroma del formol y sintió embriagarse con el perfume de la mujer que tenía enfrente. Colocó la linterna en la esquina del ataúd y la encendió alumbrando el rostro de la joven.
Al verla sintió ternura, sus rasgos finos poseían gracilidad, parecía dormir tranquila. Se parece bastante a ella, pensó. Acercó su mano al pecho de la joven y le pareció sentir un palpitar acelerado. No estaba demasiado maquillada, eso le gustaba porque podía ver el pálido color de su piel, el violeta de sus labios rígidos.
Se deleitó con lo que para él era una suave boca, la mujer no objetó nada ante el primer beso y entonces siguió besándola suavemente. Pasó sutilmente su lengua sobre los labios, sentía que en cada beso aceptado la joven le otorgaba una parte de sí misma. No podía haber mujer más bella para él, la paz que poseía lo estimulaba. Ella llevaba puesto un vestido púrpura, viéndola tan elegante pensó que sin duda alguna se había arreglado para él. Desabotonó el vestido cuidadosamente y la desnudó, acarició el cuerpo blando, pasó sus dedos ásperos por la fría piel y sintió un calor intenso que se transmitía cada vez más fuerte. Besó cada centímetro de ella, absorbió cada partícula de su esencia.
Conforme la acariciaba fue descubriendo las ramificaciones de venas amoratadas, se parecían a los botones florales de primavera que al abrirse se convierten en ramilletes, de esos que se les dan a las amadas. Le dio un beso a cada marca. Al llegar a la cintura la acarició, sacó una licorera de su saco y vertió el contenido sobre el vientre, le excitaba lamer el alcohol de esa parte. Al hacerlo entonó la melodía que su madre le cantaba para dormirlo antes de recibir a sus clientes. También a ella le besaba los moretones que algún hombre dejaba como recuerdo de superioridad y para hacerle saber que ella sólo era un objeto.
Una urraca voló de entre las ramas de un sauce llorón, sin inmutarse observó de nuevo a la joven, besó con más fuerza el blanco vientre pensando en que era un exquisito manjar. Ya no podía detenerse, la miró como pidiéndole la entrega definitiva y en su silencio leyó su aceptación. Alzó las delgadas piernas femeninas y las dejó caer a los costados, sonrió al ver la invitación que ella le hacía para probar de la cavidad de néctar lechoso.
Mientras la penetraba, pensó: Esto es amor, lo sé. Porque en cada beso y caricia, en cada palabra que no te digo te estoy amando como a nadie. ¿Lo sabes verdad? Sabes que al hacerte el amor estás rezando conmigo, pidiéndole a Dios que nos vea como ve a sus ángeles. Y nos mira, yo lo sé, porque cuando estallamos de placer él nos bendice.
El cuerpo muerto pareció moverse, Javier adoró que ella se estremeciera por estar con él. Lentamente el cielo comenzó a cambiar de coloración, alzó la mirada y pensó que las variaciones violáceas del cielo eran como el cuerpo de su amante. Supo que debía irse y la vistió con el mismo cuidado con el que la había despojado. Sólo le puso una zapatilla porque la otra serviría para recordarla, tal y como lo había hecho con sus otras mujeres. Besó la violeta que había cortado para ella y la dejó sobre el pecho. Cerró el féretro.


El sol cubrió su cara como un manto, Javier llegó al comedor de la iglesia y recargó sus codos en la mesa, cerró los ojos. Con el rosario en las manos comenzó a rezar una plegaria. Olfateó la comida insípida que tenía enfrente, sus ojos tuvieron un brillo extraño y sonrió confiado, se la habían servido en el mismo plato purpúreo de la vez pasada. 

Nathaly Varela Baltierra
femme_fossil@live.com.mx


Autor: Takato Yamamoto

Para saber más sobre su obra visita 
http://www.yamamototakato.com/


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*Relato ganador del Primer lugar en la categoría de Cuento del festival La muerte tiene permiso 2013, bajo el seudónimo de Nina Buko.